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"La última vez que llevé un vestido": de la violencia de la conversión al artivismo queer-loco

En 1997 Dylan Scholinski escribió La última vez que llevé un vestido. Un libro autobiográfico donde cuenta de forma paralela su dura infancia y adolescencia en una familia estadounidense en los años 80 (narrado en una cursiva pasada), y las experiencias y violencias que sufrió tras ser ingresadx por sus padres en un hospital psiquiátrico por “problemas de conducta” y donde se le intentó “curar” un supuesto “trastorno de identidad de género” mediante terapia de conversión, lo cual implicaba reforzar su expresión de género femenina. Su relato está atravesado, con letra mecanografiada, por fragmentos extraídos de su propio historial clínico.


Daphne, la protagonista, es una niña con una expresión de género diferente a la de la mayoría, a la que sus padres se empeñaban en vestir con vestidos, mientras ella lo único que quería es correr libre. Libre de la violencias derivadas de un padre agresivo y lleno de ira, ex-soldado de Vietnam, y una madre que la tuvo de adolescente y que no la quería alrededor mientras bebía. Un entorno familiar donde las frustraciones parentales se mostraban, en el mejor de los casos, vía alcohol y abandono, y en el peor, vía palizas de cinturón; más tarde, un ambiente de padres separados donde pasan parejas y cuidadores que dejan rastros de violencia y abusos sexuales. En esas condiciones, “sin sentido de hogar” que le diría un terapeuta más tarde, cualquier lugar puede parecer más seguro que una casa donde te maltratan y nadie se quiere hacer responsable. Pero además, la pequeña recibía el acoso y las burlas de sus compañeros de escuela, con la complicidad de un profesorado totalmente insensible a lo que pasara fuera de la clase. Tampoco faltaron los insultos ‘marimacho’ en el fútbol, los incidentes en los baños o el “ataque de maquillaje” por parte de sus “amigas” donde la inmovilizaron hasta pintarle la cara.


No es fácil crecer cuando el contexto te maltrata. Daphne comenzó a tener problemas en la escuela, a portarse mal y, finalmente, a dejar de ir y preferir otro tipo de conductas (trapicheos, robos, armas y bandas) que canalizaban toda la violencia recibida, incluidas varias agresiones sexuales. Tras golpear a una profesora por no dejarle hacer manualidades, es expulsada de la escuela. El psicólogo del centro le hace rellenar el MMPI, y comunica a su padre “que está fuera de control y que tiene una mente criminal”. Le recomienda tratamiento psiquiátrico en un centro.


La solución que encontraron sus padres a todo el maltrato familiar y acoso escolar recibido, con el consejo profesional, fue el encierro en una institución mental, donde recibiría un diagnóstico -en realidad, tres- que explicaría toda la violencia sufrida por "su trastorno". Así, ni la familia ni la escuela ni la sociedad tendrían que hacerse cargo de nada. Tras 15 minutos de sesión con un psiquiatra, recibió un diagnóstico “trastorno de identidad de género” y un tratamiento (aprender a maquillarse, peinarse y a decirse cosas bonitas frente al espejo), desde el supuesto de que una conducta apropiadamente femenina resolvería todos los problemas. Su falta de feminidad perjudicaba al mundo; solo si cambiaba para ser comprensible e inteligible para otros, lx dejarían en paz. Pasó toda la educación secundaria, hasta los 18, en diferentes centros con dicho objetivo.



La última vez que llevé un vestido es un relato sobre violencias sistémicas e institucionales, pero también nos narra las resistencias de una persona inteligente y sensible que aprende a actuar para sobrevivir, a crear “mentiras con significado” para poner a prueba a los profesionales. “‘Tú conducta va a peor’ me dijo la enfermera. No me importaba. Sentía ganas de ser mala. Cuando era mala, sabía quién era. Entendí cómo estaba siendo vista: la chica mala. Era mejor que ser vista como la chica loca” (p.61).


Parte de la propia resistencia fue re-apropiarse de su historial “clínico” para denunciar en el libro la ficción violenta e ignorante de la psiquiatría, cómplice de violencias familiares, escolares y sociales frente a una niña-adolescente. Scholinski nos narra lo que implica pasar los años escolares en una institución mental, con sus controles conductistas regidos por absurdos puntos y vigilancias constantes; las enfermeras con medicación y jeringuillas de Thorazine; el chirrido del carrito del electro por las mañanas; la no intimidad de baños sin puertas o habitaciones con cortinas; las visitas con un psiquiatra que gira su boli mientras (no)escucha incrédulo y sentencia lo que ya presupone. “No están interesados en saber lo que piensas, solo quieren que les des la respuesta correcta para que puedan darse la vuelta sonriendo, contentos con el progreso que han instigado” (p.87). Una sala de reclusión y contenciones como respuesta del centro a un intento de suicidio: ‘para hacer pensar’, para que ‘no te hagas daño’; atada e inmovilizada, es abusada por un compañero.


La protagonista nos narra el traspaso de un hospital a otro por la caducidad de una aseguradora: “El seguro médico es el subtexto de las hospitalizaciones. Puede hacer que los diagnósticos vayan y vengan” (p.76). Esa arbitrariedad de diagnósticos que sirve de juego a unxs internxs que leen el DSM, cogido de la sala de enfermeras, eligiendo qué tendrán o qué no. Daphne se inventa problemas con las drogas, luego con la comida. En ese contexto, alucinar o vomitar está bien, “son problemas normales”, todo menos esa cosa “de género”.


“La adicción a las drogas me ofrecía en sí un manto de perdón. Es una enfermedad. No es mi fallo. A mis padres, también les absolvía de culpa. Tendríamos algo que decirnos y que decir al mundo, algo que parecía más comprensible que mi hija no lleva un vestido, mi madre no me quiere cerca, mi padre me golpea, ella está fuera de control, no sé por qué roba dinero” (p.86).


¿Qué podía responder cuando le preguntaban si “estaba mejor”? “Si mi enfermedad no era un trastorno mental, me preguntaba si estaba unida a mi maldad y al hecho de que no eligiera llevar un vestido y que el Dr. Browning dijera que no era una mujer apropiada” (p.88). Ante ello, mejor ser buena paciente. Daphne sonríe, dice que está mejor, y se deja maquillar y peinar por su compañera de cuarto. “Afecto plano” es como describen su estado de ánimo. “¿Te gustan los chicos?”, le pregunta el psiquiatra con esa mirada desde arriba. “Cualquier chica sabría la respuesta correcta a esa pregunta”. “Sí”. Di las palabras que quieren escuchar, las palabras no significan nada, todo por los puntos, los puntos que te permiten salir fuera y que te dé el sol.


Daphne se convierte en una “hábil mentirosa” que se sabe mover en el filo de lo irreal: “amo mi delineador de ojos”; “no era yo con el maquillaje sobre mi cara, le ocurría a otra persona”. “Mi nuevo yo era agradable ante los demás. Nuevo yo: una extraña chica-femenina muerta”. No solo la vestimenta o el maquillaje, dentro de los objetivos de su terapia estaba también cambiar los andares, y el deseo. Para ello, le obligan a abrazar a enfermeros, da puntos. Le cambian a una habitación solo con chicos a ver si le sale la heterosexualidad; lo que sale es una violación que no puede denunciar, significaría una "no mejoría". Ello no preocupa al centro, pero sí una bonita amistad con una compañera, de quien tiene que alejarse: “vuestra amistad está reemplazando la relación terapéutica” (p.174). Vigilancia, reclusión, abrazar a hombres, andar de forma femenina y con delineador de ojos, no es suficiente. De nuevo, es la caducidad del seguro lo que logra lo que parece imposible, salir.


Dylan Scholinski, The last time I wore a dress. Fuente: https://dylanscholinski.weebly.com/bioinfocv.html

En 1995, Scholinski pudo hablar y contar su historia en la Conferencia de mujeres de Beijing, en una mesa sobre violaciones de derechos humanos. Tras su salida, pudo seguir formándose, pintar y vivir abiertamente como lesbiana. En la actualidad, trabaja con jóvenes a través del arte, no le importa si son queer o trans, sino que utilicen el arte para expresarse, explorar, conocerse y respetar sus procesos.


“Como artista, y como alguien que trabaja con jóvenes en riesgo, quiero alentar a las personas a aceptar su ser creativo. Creo que es importante darse cuenta de que en ningún momento alguien es un mentiroso si la verdad sobre sí mismx evoluciona. La realidad es que encontrar nuestra verdad es un proceso, así que, si la identidad de alguien cambia, si esa es su verdad, creo que está bien” (Scholinski, 2017).


Dylan Scholinski ha vivido como niña “poco femenina”, como lesbiana y como trans masculino. En una entrevista reconoció que su lucha frente al estigma no vino de todo ello, o no solo de ello, sino por ser superviviente de la psiquiatría. Como señala al final del libro, no tiene sentido insistir en “no estaba locx”, cualquier superviviente de la psiquiatría lo podría decir, la lucha tiene que venir de la alianza loca frente a las violencias.


La última vez que llevé un vestido muestra la explotación de la infancia a través de conceptualizaciones normativas basadas en el heterosexismo, el cuerdismo y el adultismo dentro de la psiquiatría infantil hospitalaria. El libro es un ejemplo de cómo los niños que transgreden las normas de conducta "apropiada" (heterosexual, de clase media blanca), que se niegan a comportarse de manera cómoda para los adultos, reciben un diagnóstico y son psiquiatrizados para su control. También nos enseña la inteligencia que supone, por parte de estos niños ingresados, aprender el “desempeño correcto” para salir, adelantarse a las expectativas de los profesionales y conocer su psicología como forma de resistencia.


Recogemos varios fragmentos del libro, como denuncia de las violencias psiquiátricas y las terapias de conversión (por orientación o por identidad de género), pero también para nutrir alianzas de lo cuir en lo loco y lo loco en lo cuir (como una forma de reapropiarse de ese “delirio trans”, utilizado como insulto). Cuirizar lo loco significa pervertir los enfoques normativos asumidos; no solo interrumpir cualquier práctica heteronormativa y desafiar el control social que conlleva, sino extenderlo a cualquier cuerpo, conducta o vida “normal”, cuestionando los diagnósticos psiquiátricos y sus lenguajes hirientes. Lo cuir se convierte así en “herramienta anti-opresiva que puede fomentar una comprensión más profunda de cómo el discurso psiquiátrico crea y perpetúa la teoría y la práctica que patologiza, castiga y borra la diversidad humana que, en última instancia, amenaza el orden hegemónico” (LeFrançois y Diamond, 2014, p.39). Es decir, nos permite desafiar o subvertir las normas disciplinarias que enmarcan las representaciones biomédicas dominantes del binario cordura/locura. Por otro lado, reconocer lo loco en lo cuir se relaciona con el escrutinio y control psiquiátrico al que son sometidos aquellxs jóvenes que no se ajustan al niño o niña ideal dentro de las normas cis/heterosexuales, patologizados y convertidos en ‘anormales’.

“Al considerar una comprensión más amplia de lo 'queer', para incluir todas las identidades y cuerpos que se consideran 'extraños' dentro de los discursos dominantes, vemos conexiones generalizadas entre la marginación de las personas oprimidas y el enfoque de la psiquiatría de psicopatologizar la diferencia. Muchas personas que no se ajustan a varios tipos de normas de comportamiento, ya se relacionen o no con la sexualidad o el género, son consideradas enfermas por la psiquiatría y consideradas extrañas y queer dentro de la cultura dominante” (LeFrançois y Diamond, 2014, p.40).

Como denuncia de las llamadas “terapias de conversión”, con relatos en primera persona, recomendamos Retratos del encierro: sobrevivientes a las clínicas de deshomosexualización (Equipo de Taller de Comunicación Mujer, 2017) que recupera el testimonio de cuatro mujeres lesbianas en Ecuador que pasaron por este tipo de encierros forzados y tratos degradantes y crueles. En el contexto español, Saúl Castro (2022) en Ni enfermos ni pecadores ha denunciado este tipo de violencia sistemática, camuflada eufemísticamente con la expresión “esfuerzos de cambio de orientación sexual e identidad y expresión de género”. La última vez que llevé un vestido se hermana, en su denuncia, con Still Sane que Persimmon Blackbridge y Sheila Gilhooly dedicaron en 1984 a las “lesbianas locas” que experimentaron la violencia correctiva psiquiátrica; vivencias que resuenan en los libros de Kate Millett En pleno vuelo o Viaje al manicomio; o en el duro y comprometido relato de butchs obreras en Stone butch blues de Leslie Feinberg (1993).


Cada contexto y época tiene su objetivo de conversión: de género (con las terapias de reposo para modificar la “histeria” feminista del XIX), de orientación sexual (con las terapias aversivas, las lobotomías o las violaciones correctivas a lesbianas en el XX), o de identidad de género (nuevas modalidades de diagnóstico y esfuerzo por cambiar -“por tu propio bien” y mediante profesionales expertos- el relato sobre unx mismx y la exploración de la identidad). En una muestra más de ignorancia, soberbia y ensañamiento psiquiátrico/psicológico con la diferencia, The last time I wore a dress fue reseñado en la revista biomédica Archives of sexual behavior. Una vez más, mientras se psiquiatriza la inconformidad de género en la infancia y adolescencia, se obvia la violencia sexualizada experimentada por aquellxs que no encajan socialmente en el binario de género (Tosh, 2013).


Finalmente, utilizamos este libro como pretexto para pensar respuestas colectivas y creativas frente al sufrimiento psíquico que generan las violencias hacia infancias y adolescencias no normativas. La respuesta no puede venir de medicalizar, terapeutizar o psiquiatrizar las aulas, sino del apoyo mutuo, el activismo y la justicia social; del artivismo que realiza Dylan Scholinski en su Sent(a)mental Studios para "ayudar a encontrar, crear y dar testimonio de narrativas personales y expresiones creativas, para ayudar en la recuperación de vidas, memorias e identidades, y para reclamar el poder y el orgullo de cada voz, individual y colectiva". Fragmentos traducidos de La última vez que llevé un vestido de Dylan Scholinski.


Selección y traducción de Lokapedia

Incluso ahora, es siempre la misma cuestión: ¿Por qué no te comportas más como una chica? Maquillaje, vestidos, un pequeño contoneo en el andar, es a lo que se refiere la gente. El nuevo siglo está sobre nosotros y este es el nivel de discusión.

La única cosa que puedo decir es, lo intenté.

No era tan simple como sonaba por parte de los médicos. En el hospital, le cedí el control de mi cara a mi compañera de cuarto, Donna, una chica de pelo esponjoso con depresión mayor. Ella quería ayudar. Quería identificar con precisión exactamente por qué mi cara de niña de quince años parecía masculina. Ello resultó ser una cuestión mayor que no pudimos responder.

Así que nos conformamos con lo superficial: ¿una línea de mandíbula que necesitaba sombreado? ¿Ojos que necesitaban definición? Donna no había recibido las drogas fuertes, al menos no temprano de mañana, así que su objetivo era certero. Vino hacia mí con un lápiz negro y dibujó una fina línea en el borde de mi párpado.

Desde la cama, mi otra compañera de habitación entubada: “Tienes pestañas horribles”. La mayor parte del tiempo se mantenía callada, ya que ella misma no era de apariencia demasiado naturalmente-femenina y quería quedarse al margen del lío en el que yo estaba.

Cada mañana, bajaba mis párpados y dejaba que Donna me maquillara. Si salía de mi habitación sin maquillaje de fondo, brillo de labios, colorete, máscara de pestañas, delineador de ojos, sombra de ojos y el pelo arreglado, perdía puntos. Sin puntos, no podía ir al comedor, no podía ir a ninguna parte, no es que fuéramos a muchos lugares para empezar. Sin puntos, no se me permitía caminar de vuelta de clase hacia la unidad sin un escolta. La profesora me entregó a un asistente que me preguntó qué había aprendido hoy (y no era literatura inglesa maravillosa), y me di cuenta por su voz que pensaba era algo patético ser una niña que no tuviera suficientes puntos para caminar cien pies sola. Cualquier elección la odiaba: maquillaje, o un hombre pisando mi sombra. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que una media luna azul en mis párpados era una mejor decisión. Así fue cómo aprendí lo que significa ser una mujer.

Cuando Donna daba un paso atrás, yo miraba al espejo la chica que era, y que no era: la chica que se suponía que debía ser.

“Me gusta mi sombra de ojo azul”, me decía a mí misma. A través de la puerta entreabierta conocí a George, el terapeuta con complexión de luchador, escuchando en el pasillo. A lo largo del día, casi siempre teníamos nuestras puertas abiertas. Para inspirarme, me enviaban a terapeutas varones con buena planta. “Realmente me gusta mi línea de ojo”, decía. ¿Alguna vez mintió para salvarse a sí misma? “Me encanta parecer bonita” ¿Alguna vez ha sido tan falsa que su propia piel es su enemigo?

Sin afirmaciones, no hay puntos. Sabía que más tarde mi terapeuta pondría una marca de verificación junto a mi objetivo de tratamiento matutino: “Pasa 15 minutos con su compañera peinando y rizando el cabello y experimentando con el maquillaje”. Diez puntos, siempre y cuando me duche y me lave el cabello primero.

La plantilla tenía la orden de escudriñar mi feminidad: la forma en la que andaba, la forma en la que me sentaba con mi tobillo sobre la rodilla, la ropa que llevaba, el modo en que llevaba mi pelo. Cosas triviales, alguien podría decir. Pero cosas triviales en las cuales el alma se revela. Intenta cambiar estas cosas. Inténtalo.

Usar ropa que te es completamente extraña -una falda estrecha, cuando lo que prefieres es un vestido suelto. Vaqueros negros rotos cuando lo que te gusta son los pantalones de lana de raya diplomática. Ve hasta dónde puedes contradecir tu naturaleza. Siente cómo tu alma se rebela.

Un millón de dólares costó mi tratamiento. Dinero del seguro, pero aun así. Tres años en tres hospitales mentales para lecciones de feminidad, 1981-1984. Un diploma de escuela secundaria de una institución psiquiátrica para adolescentes, un documento que nunca enseño a nadie.

Donna tenía habilidad para el delineador de ojos y el brillo de labios con sabor a fresa, pero por el precio, pensé me podrían haber llevado a alguien realmente bueno, quizá Vidal Sassoon. ------------- Habitación 304, era de blanco pálido. Cama A, mi cama, tenía sábanas de poliéster con nudos y una manta blanca. Una enfermera con llaves tintineando en su cinturón usaba zapatos blancos que se agarraban al piso y una bata blanca de doctor. Le dije que no necesitaba estar ahí. “Uh-huh”, dijo. Le dije que mis padres estaban divorciados y mi hermana me necesitaba en casa y que mi padre tenía un montón de problemas. Mi madre también. Me dijo, “extiende tu brazo”.

“No es necesario”, le dije, y me dijo “solo el pulso”. Agarró mi muñeca con una brusquedad innecesaria y anotó mi pulso en la hoja de registro. Lo mismo con mi temperatura. Podía ver que iba a anotar cualquier cosa que le dijera, así que le dije que la policía asesinó a mi novio el día de su cumpleaños y murió en mis brazos, sangre por todos lados, pero no hubo nada que pudiera hacer para salvarle.

“¿Ah, sí?” dijo. Me miró con preocupación. Dije, “Sí”, y se encogió de hombros como si no fuera gran cosa. Más tarde, a través de la puerta de la sala de enfermeras separada -mitad superior abierta, mitad inferior cerrada- le dije, “Cuando salga de aquí, voy a ser cantante de rock. Está todo listo. Tengo un contrato”.

“¿Ah, sí?” dijo.

Mencioné que tenía suerte de estar vivo, teniendo en cuenta que cuando tenía doce años un coche me atropelló y me rompió las dos piernas y mi brazo derecho, fracturó mi pelvis y mi cráneo y tenía que estar con una férula de tracción.

“¿Oh?”, dijo.

Cuando mi madre me visitaba, les decía a las enfermeras que yo tenía una imaginación activa.

Mentiras: les dije, por el gesto de preocupación en la cara de la enfermera, la mirada de interés. Qué quería decir realmente; lo que quería decir, no pude encontrar las palabras para ello.

El segundo día conocí a mi psiquiatra, el Dr. Browning. Se suponía que nos íbamos a ver a las 10 a.m., pero las 10 a.m. llegaron y se fueron, él subió rápidamente a la unidad con su bata blanca y sus zapatos negros a las 10:25, sin explicación, ya no digamos una disculpa. Se daba por hecho que yo tenía todo el tiempo libre y que cada vez que él se dignara a llegar me sentaría en una habitación y le contaría mis sentimientos más profundos. Así que no tuvimos un buen comienzo y no es que me gustaran precisamente los médicos, actúan como si fueran superiores. Cuando me volví más audaz, dispensaba el saludo que muchos pacientes daban a sus doctores: “Bueno, si no es el Dr. Sigmund Fraud”.

En el pasillo, a un lado había habitaciones dobles, al otro individuales y algunas de ellas habían quedado vacías así que podían funcionar como oficinas. Entramos en una. Dos sillas con almohadones en la espalda junto a una mesa de café; pensé que eran muebles antiguos de salón.

El Dr. Browning tenía unas gafas con montura metálica que hacían que sus ojos oscuros parecieran más grandes de lo que eran. Miré a sus ojos pero él no me miraba; si captaba mi mirada, volvía la vista y supe que, para él, yo era un espécimen, una cosa que estaba estudiando.

Nos sentamos. Cruzó su rodilla izquierda sobre la derecha y ajustó su cuaderno de notas amarillo para que se apoyara en su muslo izquierdo. Todos acomodados, me preguntó, “¿Sabes por qué estás aquí, Daphne?”. ¿Por qué se lo tendría que poner fácil? Además, quería escuchar cómo me lo explicaba. “No”. Comenzó hablando de mis problemas en la escuela, hacer pellas, pésimas calificaciones, amenazando a un profesor. Me dijo que estaba fallando en la escuela y un pensamiento me vino, ¿Cómo es que nadie nunca dice que la escuela me estaba fallando a mí? No dije eso. Continuó mirándome a través de sus gafas con montura. Tenía un problema con las figuras de autoridad, dijo, y pensé, Ok, eso está guay, puedo admitirlo. Dije, Sí, sí, lo sé.

Me preguntó sobre los problemas en casa y le dije que mi padre me golpeaba, mi madre no me quería ver alrededor, y garabateaba, pasando las páginas conforme escribía. Pasamos a las drogas y el alcohol y exageré mi consumo porque los doctores siempre quieren escuchar sobre jóvenes y drogas.

Su bolígrafo se detuvo en su rayado y pensé que podía lanzarle una pregunta para variar. Le pregunté cuál era mi diagnóstico. Sabía era un tema importante; era como ser un Discípulo o un Latin King; era tu identidad en el hospital; cuando el doctor te miraba, no te veía, veía paranoide o esquizofrénico.

Dr. Browning dijo que tenía múltiples diagnósticos dada la complejidad de mi situación. Me gustaba cómo sonaba eso: la complejidad de mi situación. Uno de los diagnósticos era Trastorno de Conducta, lo que me hacía sentido, nunca he sido nadie que mintiera sobre mi mala conducta. Dijo que otro diagnóstico era Abuso Mixto de Sustancias, lo cual sabía era una parte de la verdad, pero qué me importaba si pensaba que tenía un problema con las drogas.

Hizo girar su bolígrafo entre sus dedos por un momento. Y dijo que otro diagnóstico era algo llamado Trastorno de Identidad de Género, lo cual dijo había tenido desde tercer curso, según los informes de mi historial. Dijo que lo que significaba es que no era una chica como corresponde, no actuaba de la forma en la que se supone actúan las chicas.

Le miré. No me importaba ser llamada una delincuente, una estudiante que falta a clase, una chica dura que fuma y bebe y va por ahí con una navaja escondida en su calcetín. Pero no quería que me llamaran algo que no era. Un error de género o como se llamara no molaba. Mi pie comenzó a moverse y no podía pararlo. Me estaba llamando friqui, que no era normal. Era como los chicos en la Pequeña Liga gritándome marimacho, marimacho, y Michelle que me inmovilizó para el tratamiento del pintalabios rojo. Era como el chico que me gritaba, Déjame ver tus tetas, cuando montaba en mi bici sin camiseta al aire.

De hecho Dr. Browning era peor. Tenía un nombre oficial para mí.

Estaba diciendo que cada cosa significativa que me había ocurrido era por mi culpa porque yo tenía esa cosa de género. Sabía que caminaba duro, que me sentaba con las piernas abiertas y que no obedecía a hombres ni a chicos, pero era una chica de la única forma que sabía cómo serlo.

Hizo clic a su boli y lo guardó en el bolsillo de su bata blanca. Sabía que el tema estaba cerrado, que nada le haría cambiar su mente. Cualquier cosa que dijera ahora podría ser escrita en mi historial como conducta defensiva.


Referencias:

  • LeFrançois, Brenda A., & Diamond, Shaindl (2014). Queering the sociology of diagnosis: Children and the constituting of ‘mentally ill’ subjects. Journal of Critical Anti-Oppressive Social Inquiry, 1(1), 39-61.

  • Scholinski, Dylan (1997). The last time I wore a dress. Riverhead Books.

  • Tosh, Jemma (2013). The (in) visibility of childhood sexual abuse: Psychiatric theorizing of transgenderism and intersexuality. Intersectionalities: A Global Journal of Social Work Analysis, Research, Polity, and Practice, 2(1), 71-87.

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Orgullo Loco 2019. Barcelona.

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