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Las horas: una genealogía del 'malestar que no tiene nombre'

“Cualquier mujer nacida con un gran don en el siglo XVI, con total seguridad, se habría vuelto loca, se habría pegado un tiro o habría acabado sus días en alguna cabaña solitaria a las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, temida y objeto de burla. Pues no hace falta ser muy diestra en psicología para tener la certeza de que cualquier chica con gran talento que hubiese intentado usar su don para la poesía habría visto su camino tan frustrado y obstaculizado por parte de otros, se habría visto tan torturada y destrozada por sus impulsos contradictorios, que a ciencia cierta habría perdido la salud y la cordura” (Virginia Woolf, Una habitación propia).


Las horas es una película dirigida en 2002 por Stephen Daldry, adaptación de la novela homónima escrita por Michael Cunningham, publicada en 1999 y ganadora del Premio Pulitzer. La historia de la película (y novela) teje de forma narrativa la vida de tres mujeres de diferentes épocas, conectadas entre sí por Mrs. Dalloway de Virginia Woolf (novela cuyo primer título fue precisamente The hours). El libro de Woolf se convierte en el hilo conductor de los inefables malestares de género que unen tres generaciones de mujeres, lo que Betty Friedan denominó “el problema que no tiene nombre”.


Nos presenta, en primer lugar, el personaje de Virginia Woolf a comienzos de siglo XX, en plena escritura de su libro Mrs. Dalloway y en pleno sufrimiento existencial. La segunda historia está ambientada en la “mística de la feminidad” pos-bélica de los 50, con una madre “ama de casa” de las que miran tras la ventana y preparan pasteles esperando el “regreso del guerrero”; una (im)perfección convencional que esconde una mujer infeliz, con su hijo como testigo. Finalmente, la película nos presenta a la mujer “superwoman”, editora neoyorquina, una Mrs. Dalloway moderna, madre soltera, compañera lesbiana y cuidadora de un ex amante y amigo escritor, enfermo de sida.


La película es un material maravilloso (gracias al guión, pero también a la interpretación de las actrices) para poder comprender y analizar las conexiones entre el sufrimiento psíquico de las mujeres y las condiciones de la opresión patriarcal, manifestadas de forma diferente según las épocas.


Virginia Woolf representa los últimos retazos de esa “epidemia de histeria” que asoló a la población femenina de finales del siglo XIX y que afectó principalmente a esa “Nueva Mujer” que, en muchos casos, era escritora: la “loca del desván”. Si bien, en el contexto de entreguerras del nuevo siglo y con el psicoanálisis ya asentado (la propia Woolf fue editora de Freud en inglés), esa “certeza de que otra vez me estoy volviendo loca” adquiría otro significado y etiqueta. Woolf reflejó como nadie esa mujer sin “habitación propia”, “hija y hermana de los hombres con educación”, cuyas aspiraciones y deseos eran frenados por unos mandatos de género que la dirigían a su único rol de esposa y madre.


En Mrs. Dalloway, Virginia Woolf describe la presión de los convencionalismos de la alta sociedad inglesa, mediante el frenesí y flujo de pensamientos de la anfitriona Clarissa con los preparativos para la fiesta. Pero también, la prepotencia y el fracaso de esa “exigente ciencia que trata de lo que, a fin de cuentas, nada sabemos -el sistema nervioso, el cerebro humano”. Y ello, a través del suicidio del personaje Septimus, alter ego como Clarissa de Woolf, y la crítica al doctor Sir William. Woolf escribió en su diario: “Mrs. Dalloway ha ramificado en un libro. Presagio un estudio de la locura y el suicidio. El mundo visto por los cuerdos y los locos, unos al lado de los otros…”.


En la película Las horas, Mrs. Dalloway es leído por el personaje que interpreta Julianne Moore, ahogada también por las aguas del “deber ser”. Laura Brown parece sacada directamente de La mística de la feminidad de Betty Friedan. Refleja de forma profunda el “problema que no tiene nombre” de mujeres blancas burguesas estadounidenses en los años 50-60. Tras la guerra, era preciso una ideología conservadora que devolviera a las mujeres a sus casas, que renunciaran a cualquier carrera que no fuera la de esposa. Ella también siente ese vacío existencial del “ama de casa”, esa “autorrealización” sacrificada al servicio de los demás. Se ahoga y huye, rompe con el principal mandado: abandona a ese niño que corre tras ella.


El personaje que interpreta Meryl Streep es una mujer de los 80-90, en plena crisis del sida y tras la revolución sexual. Aparentemente, la Clarissa moderna escapa de la “matriz heterosexual” (que diría Monique Wittig). Pero ello no le priva del peso de la culpa, los cuidados y el perfeccionismo en esas “intimidades queer”, ese ritmo frenético del querer cumplir con todos y con todo, incluidas las flores, la comida y la fiesta perfecta.


Lo más potente de la película es la conexión no explícita, “sin nombre”, que une las tres historias. Ese malestar sentido, aunque no hablado: “la idea de que las grutas conectan entre sí”.


Transcribimos la escena del tren con Virginia Woolf y Leonard, su marido, sin añadir más comentarios.

- Virginia tienes una obligación con tu locura.

- He soportado esta custodia. He soportado este encarcelamiento.

- Oh, Virginia

- Soy atendida por doctores. En todos los lados soy atendida por doctores que me informan sobre mi propio interés.

- Ellos saben tus intereses.

- No lo saben. Ellos no hablan por mis intereses.

- Virginia, puedo ver que puede ser difícil para una mujer de…

- ¿De qué? exactamente

- De tu talento, poder ver que no puede ser el mejor juez de su propio estado.

- ¿Quién diablos es mejor juez?

- ¡Tienes un historial! (gritando) Tienes un historial de internación. Te trajimos a Richmond porque tienes un historial de estados de ánimo, desvanecimientos, escucha de voces. Te trajimos aquí para salvarte del daño irrevocable que pretendías para ti misma. Intentaste matarte dos veces. Vivo a diario con esa amenaza.

(...)

- ¿Tú me llamas a mí desagradecida? Me han robado mi vida. Estoy viviendo en un pueblo en el que no quiero vivir, estoy viviendo una vida que no deseo vivir. ¿Cómo sucedió esto? Extraño la vida en Londres.

- Esta no eres tú hablando, Virginia. Es un aspecto de tu enfermedad…

- ¡Es mi voz! Me estoy muriendo en este pueblo.

- Si estuvieras pensando claramente, Virginia…(...)

- Si estuviera pensando claramente, Leonard, te diría: que yo lucho, sola en la oscuridad, en la oscuridad profunda, y que yo sola puedo saber, solo yo puedo entender mi propio estado. Tú vives con la amenaza, me dices. Tú vives con la amenaza de mi propia extinción. Leonard, yo también vivo con ella. Este es mi derecho. Este es el derecho de todo ser humano. Yo no escojo la anestesia sofocante de estos suburbios, sino la sacudida violenta de la capital, esa es mi elección. El más miserable, aún el más bajo paciente, puede tener alguna decisión con respecto a su prescripción. Es algo que define su humanidad.

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Orgullo Loco 2019. Barcelona.

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