Rostros en el agua es una novela que la escritora neozelandesa Janet Frame escribió en 1961. Si bien advierte al comienzo que su contenido es ficción y no representa “persona viviente alguna”, las resonancias con la vida de la autora son evidentes. Entre otras, su experiencia durante ocho años en varios psiquiátricos, sin la cual, difícilmente se podrían describir determinadas sensaciones y conocimientos producto del encierro. Más tarde, volverá a reflejar todo ello en la novela, esta sí reconocida como autobiográfica, Un ángel en mi mesa, texto llevado a la pantalla por Jane Campion.
El “tratamiento” del electroshok y la importancia de los calcetines de lana
Rostros en el agua nos describe los pensamientos y reflexiones de Istina Mavet, el encuentro de una mente preclara en un psiquiátrico (más bien en dos): su estancia en Cliffhaven, seguido de Treecoft, y de vuelta al primero. Todo ello, sin apenas unas líneas dedicadas a su vida “en libertad”, ni tampoco a una posible “explicación” de un encierro que aparece más bien como destino.
Los más de 200 electroshocks (TEC) que Janet Frame sufrió en vida, así como una inminente operación de lobotomía (que fue cancelada al conocerse que acababa de ganar un premio literario) están presentes en el día a día del pabellón cuatro de Cliffhaven. Todos los días (salvo los domingos), la protagonista revive el pánico y terror ante el pase de lista de la enfermera matinal: “Tratamiento para usted. No tomará el desayuno. Quédese con camisón y batín y quítese los dientes”. Las enfermeras entran en el dormitorio y “efectúan la recolección de dientes postizos de las pacientes que recibirán tratamiento (…) Una enfermera trae dos recipientes esmaltados conteniendo una mezcla de alcohol metílico, alcohol etílico y jabón de éter para nuestras sienes con el fin de que las descargas `prendan`. Trato de encontrar un par de calcetines grises de lana, porque sé que moriré si mis pies están fríos”.
Más tarde, Istina pasa del terror a la resignación: aprendí que el TEC se realizaba por mi propio bien. “‘Para nuestro propio bien’ es un persuasivo argumento, que, eventualmente, puede conducir al hombre a que consienta en su propia destrucción”. Varias autoras feministas han denunciado el mayor número de electroshocks realizados sobre mujeres en instituciones psiquiátricas, y cómo sus consecuencias se consideraban menos dañinas para ejercer su rol como mujeres.
Frame, a través de su protagonista Istina Mavet, que actúa a la vez como observadora lúcida y como una actora-paciente más dentro del psiquiátrico, nos describe de forma poética y desgarradora el día a día de una “institución total”; con su tiempo paralizado y alterado, y su espacio cerrado y segregado. “No existen pasado, presente ni futuro. Usar tiempos verbales para dividir el tiempo físico es como hacer marcas de tiza sobre el agua”. La protagonista nos describe los baños sin puerta, la ropa de los pabellones, la importancia de los calcetines de lana, el recuento de cuchillos tras las comidas, las visitas de tía Rosa y sus dulces, las uñas roñosas o la barba que crece; también la novedad de las veladas, el día del deporte o el cine precario, fruto todo ello de la “nueva actitud” del joven doctor, consciente de que “los enfermos mentales son también personas”. Eventos y festejos que alteran y excitan a las pacientes y que tienen su efecto rebote de contención por parte de las enfermeras por sus “reacciones incontrolables”.
Pabellones, olores que enferman y “tejer la propia vida”
En Treecoft seguimos, junto con los pensamientos de la protagonista, su periplo progresivo (su “carrera moral psiquiátrica”) por los diferentes pabellones ordenados según “el grado de deterioro” (de las internas y de las condiciones). Istina llega al pabellón siete, al “dormitorio de observación”, con su jardín y su sauce, con su sala de visitas donde todavía se habla de familias, de depresiones nerviosas o síntomas, de futuro; donde predomina “la nueva actitud” y “los pacientes mentales son como tú y como yo”. Pero en un encargo donde tiene que salir, Istina se estremece por el olor del pabellón cuatro-cinco-uno, su próximo destino:
“Una especie de olor corporal, compuesto de cera y orina, entremezclados a la manera del tabaco o las hierbas, hasta una densidad de desolación que exudaba, ya con penetración o bien débilmente, siendo obstruido por casualidad o con deliberación por la presencia difusa del tiempo agazapado en el aire”.
“Creían que me encontraba enferma. ¿Qué hubieran dicho de haberles yo explicado que la enfermedad puede ser causada por un olor? ¿Qué era el olor del cuatro-cinco-uno el que estaba drenando toda mi energía y deseos de vivir? ¿Qué habrían contestado de saberlo?”
El cuatro-cinco-uno es el pabellón de las “crónicas”, las que llevan toda la vida y saben que estarán de por vida, las pacientes “de confianza” cuyas excentricidades ya no preocupan, las que participan de lleno en actividades y festividades. Son las “obreras del Hospital”, las que llevan un modo de vida inalterado desde hace muchos años y desean continuar así:
“autómatas sincronizadas a un grado de excitación del que no tenían conciencia, pero que al mismo tiempo las hacía sentirse temerosas ante la posibilidad de que, cualquiera que fuese la cosa o persona que las controlara, ésta se cansara de proporcionarles distracciones y las dejase abandonadas como juguetes rotos. Eso las obligaría a buscar dentro de sí mismas una forma de sobreponerse a la desolación en la que vivían”.
Istina reconoce la desesperanza en sus diseños: ese “tejer la propia vida en un trozo de labor” sin esperanza alguna de verlo jamás en la propia casa, “trabajan con la dedicación y el desapego de los verdaderos artistas”. Y ahí se encuentra ella, donde todo sigue igual: “El té, señoras”, “Al servicio, señoras”, “A la cama, señoras, a la cama”.
Más tarde, en el “pabellón dos de las “olvidadas” de Cliffhaven será ella la que sentirá esa desesperanza:
“Yo no podía creer definitivamente que no existiese ninguna esperanza para mí y continuaba cruzando la tierra de nadie, infestada de ratas, entre la credulidad y el escepticismo, y estableciendo el campamento ora en un lugar, ora en otro. Me conmovía en el tiempo sin saber qué pedirle al futuro, temiendo enfrentarme al presente, a la crueldad de la hermana Bridge, a los vejámenes que me imponía, y no osando regresar al pasado. Permanecía, pues, silenciosa, atacando mi yo, limitado por el tiempo, renegando como negra escarcha de los extremos de mi vida, hasta que se derrumbaron y cayeron con el áspero viento sudeste marino”.
Su tercer cambio de pabellón en Treecoft será El Albergue del Parque: el pabellón díscolo, el de las “rabiosas, gritonas y peleonas”, el que hace honor al hospital más seguro con pacientes peligrosas, donde dominan las camisas de fuerza.
El psiquiátrico como reproducción de la familia patriarcal
Como ha señalado Phyllis Chesler, los psiquiátricos reproducían la misma estructura patriarcal (con sus roles desiguales) que las familias: la división jerárquica entre las enfermeras-religiosas-madres, encargadas de los cuidados y la disciplina diaria; y los doctores, cual padres ausentes, cuyo único conocimiento de las pacientes era, como señala Istina, el “Buenos días…”, pero cuyos gestos mínimos cobraban una relevancia vital; las pacientes son tratadas de forma infantilizada, como niñas que tienen que ser controladas, humilladas y castigas mediante una disciplina rígida “por su propio bien”. La adaptación al “rol femenino” era la unidad de medida del progreso y salud de la mujer.
Istina es una observadora privilegiada de esta estructura y sorprende su lucidez en la comprensión de todos los actores: tanto de las enfermeras, centradas en una eficiencia práctica deshumanizada, que viven para su trabajo, “severas y ansiosas por enseñar lecciones a la gente y hacerla comportarse en debida forma”; los jóvenes y entusiastas doctores, como el doctor Stewart, cuya única comunicación con las pacientes, aparte del “buenos días”, es “mi mujer se siente del mismo modo”; pero sobre todo, el profundo y sensible conocimiento sobre sus compañeras de pabellón (más allá de unos nombres reemplazados por el apodo):
“Conocía el lenguaje de la locura, creado con palabras en las que no intervenía la razón pero que contenían, sin embargo, un nuevo grado de razón, así como los ciegos crean, por medio del tacto, una forma práctica de esa visión que les ha sido negada”.
Todos nosotros vemos rostros en el agua
En varios momentos, Istina nombra el potencial de muerte, verdad y locura de ver “los rostros en el agua” e ir más allá de las palabras:
“Todos nosotros vemos los rostros en el agua. Pero, suprimidos el recuerdo que tenemos de ellos y aun nuestra certeza de su existencia real, nos convertimos en serenas personas del mundo”.
“La muerte, me dije. Pero es como la verdad. Volamos, de continente a continente, entre las dos palabras, en su confort de primera clase, pero, cuando llega el momento de dejar las palabras como tales y cargar con nuestro paracaídas hasta su significado dentro de la tierra profunda y de las mareas por debajo de nosotros, el paracaídas falla y no se abre. Quedamos, entonces, desamparados, o nos desviamos mucho de nuestro objeto, o bien, helados de espanto, atisbamos en las tinieblas y nos negamos a abandonar el confort de las palabras”.
La leucotomía: “El alegre anuncio de las personalidades cambiadas”
Finalmente, el Doctor Stewart informa a Istina de que ha decidido que sea sometida a una operación, la leucotomía, que “cambiará su personalidad”, “reduce la tensión”, y que su padre o su madre tendrán que firmar la autorización. La enfermera insiste en ello: "con tu personalidad cambiada, nadie sospechará lo que has sido, encontrarás un buen empleo en una tienda o en una oficina". Istina teme que le pongan el gorro de la leucotomía, "el alegre anuncio de las personalidades cambiadas”.
“-Quiero irme a casa -dije.
No me refería a aquella en la que vivían mis padres, ni a cualquier otra casa de madera, de piedra o de ladrillo. Había dejado de sentirme humana. Sabía que ahora tendría que buscar refugio en un agujero de la tierra, o en una telaraña del rincón de un alto techo, o en un nido oculto entre dos rocas de una costa batida por el mar. En el torrente de soledad que me abrumó al oír las palabras del doctor, no hallaba lugar donde posarme, donde agarrarme como un murciélago que se cuelga de una rama, o donde tejer una de esas telarañas que se ven en los zarzales”.
“¿Y qué sería de mi ‘antiguo’ yo? ¿Se marcharía a rastras al advertir la proximidad de la muerte, como esos animales que van a morir en soledad?¿O quedaría borrado como una mancha invisible’ ¿O, al ser arrojado de mí, permanecería agazapado en algún sitio, esperando vengarse en el futuro?”. (...) ¿Qué me habrán robado exactamente esos amables ladrones de mi cerebro?”
“Seré ‘reeducada’. Esa es la palabra que se emplea en los casos de leucotomía. Rehabilitada. Adaptada, cortada y cosida mi mente a la medida del mundo”.
Si a Janet Frame le salvó la escritura de la lobotomía, a Istina Mavet será un médico “que no quiere que cambie”; el mismo que le pide elegir sesenta libros para la biblioteca del Hospital.