Patricia Rey Artime
Crónica Perdida
Este texto fue publicado originalmente en el fanzine “La psicoterapia ha muerto”, de Autoediciones La Porvenir.
Hacia primeros de los años noventa mi familia y yo recurrimos a la psiquiatría por primera vez, cuando a mí, que era la más pequeña, me sobrevino la locura, en esa manifestación de la que en general conocemos poco y que esta disciplina reduce a la palabra “psicosis”. Visto ahora, algunos comportamientos susceptibles de llegar al diagnóstico se hallaban latentes en algunos momentos por muchas partes, gracias a una gran suma de malestares acumulados intergeneracionalmente por todo el conjunto, unidos al ambiente, las muchas carencias y toda una mecánica estructural opresiva.
Fue el mismo psiquiatra que me atendió – que había participado en la reforma psiquiátrica de los años ochenta, y al que seguí viendo durante años de forma intermitente -, el que insistió, una vez superados los primeros envites de la crisis inicial, en que ni él, ni los servicios de salud, ni tan siquiera su especialidad, podrían aportar, en su opinión, soluciones o herramientas que sirvieran de ayuda alguna para afrontar el problema.
Muy al contrario, este médico se esforzó en prevenirme acerca de la consistencia y las consecuencias de los tratamientos psiquiátricos imperantes, en un momento en que la psiquiatría biologicista y sus discursos imponían su pujante hegemonía, que vendría a representar el enfoque mayoritario y recurrente al abordar todo tipo de cuestiones a lo largo de toda la década restante, empapando desde los ambientes clínicos a las conversaciones más ligeras.
Él me habló de los riesgos de la institucionalización y sobre los procesos de cronificación. De la escasez de conocimientos, ciencia y evidencia suficiente. De la inexistencia de terapias y recursos útiles. Y también de lo inadecuadas o incluso lesivas que le parecían algunas de las técnicas y remedios empleados. Aludió a la psicoeducación – le parecían inapropiados para una gran mayoría el tipo de apoyos y actividades que se ofrecían desde los centros públicos, por un conjunto de razones bien argumentadas – y a las soluciones psicofarmacológicas, con cócteles de sustancias de uso abusivo frecuente y daños comprobados. Según él, destinados a adormecer los “síntomas”, y a los que era muy contrario.
El campo se estrechó en relación con qué poder hacer. Y el tratamiento del que yo podía disponer – planteando y afrontando entonces la locura como un problema individual – se reducía a una serie de consultas psicológicas y psiquiátricas, muy espaciadas y destinadas a comprobar el flujo de “alteraciones sintomáticas” en función de las medicaciones prescritas, y al control de la ingesta y la administración de las mismas.
Así que, conversando sobre mis necesidades y la falta de alternativas, apareció entre ellas la “psicoterapia”, sugerencia por la que terminé optando y que a él le parecía más adecuada, a pesar de ser una solución costosa y a largo plazo, inconvenientes insalvables para una amplia mayoría.
Fue así como inicié un proceso en el que, durante mucho tiempo, la psicoterapia y la relación terapéutica establecida con mi psicoterapeuta fueron prácticamente el único apoyo externo algo consistente que pude encontrar y a cuyos resultados óptimos puedo aludir. Una relación que, extendida de forma intermitente, finalizó o más bien se transformó, unos veinte años más tarde.
Parto de este relato para contextualizar un poco mi mirada crítica sobre la psicoterapia, que ha ido variando. Primero porque consciente de los muchos cambios que han tenido lugar desde aquel momento – quizá imperceptibles a otros ojos – muy significativos para quien experimentaba la locura entonces y lo hace ahora. Aunque siempre ampliamente insuficientes, algunos se han materializado. En segundo lugar, porque son muchísimas las personas que han descrito a la psicoterapia y a sus psicoterapeutas como un recurso y una relación provechosas, que les han resultado desde útiles, hasta fundamentales o muy vitales. Y lo cierto es que no lo dudo en absoluto, de la misma forma que no pondría en duda cualquier otro recurso de utilidad aludido, por inverosímil que me pudiera resultar a mí, o al resto de personas que no compartan su valoración.
Por último, lo hago también para poner de relieve mi tardanza en cuestionar si quiera los beneficios que pareció reportarme la psicoterapia psicoanalítica desde el primer acercamiento; en reparar en inconvenientes y en reflexionar sobre algunos productos no deseados de esta “terapia”, o de la clase de relación sostenida, en poder hacer una valoración que se extendiera más allá de mí misma.
En definitiva, en adquirir una perspectiva política acerca de la locura y la psicoterapia. En poder pensarla de forma paralela y en relación con las ideas políticas en torno a la locura y su afrontamiento, y a mi propia evolución.
Así que quiero con esto pasar esa página común tan conocida, una “narrativa sobre recurrente”: muchas veces he pensado que pude sobrevivir gracias a la psicoterapia y a mi psicoterapeuta, y en qué hubiera hecho de no haber podido contar con ellas. Sin embargo, desde mi punto de vista, una cosa son los recursos de salvación del malestar personal, otra muy distinta los de construcción de salud colectiva.
Los cambios en el panorama a los que aludía antes, unidos a mis fluctuaciones y los procesos de mi entorno – el inicio y la continuidad de la militancia activista más consciente, el encuentro con los discursos políticos de la locura, la escucha a muchas otras personas en torno a estos debates, la profundización en la crítica y mi propia necesidad de emancipación y autonomía - comienzan por resquebrajar la primitiva creencia, sin fisuras, en las bondades de la llamada “cura por la palabra”; para terminar por diluir prácticamente por completo – por hallarla entre obsoleta y cómplice – mis esperanzas de que la amplitud de inconvenientes que plantea la psicoterapia puedan ser superados por algunas de sus ventajas.
A medida que iba avanzando en el laberinto de encuentros, las experiencias, lecturas, estudios, ideas y, también, la práctica sobre cómo afrontar crisis, incluidas las propias, y el sufrimiento psíquico en general, iba encajando y desencajando algunas piezas. Ellas pusieron de manifiesto para mí, entre algunas nuevas dudas, otras muchas certezas: desterrada ya la psiquiatría y sus etiquetas diagnósticas, desveladas las falacias del biologicismo y sus daños; desechada la concepción de estos procesos como problemáticas de índole individual; puesta en evidencia la importancia de los determinantes sociales y estructurales de los malestares, con el convencimiento de la necesidad de corresponsabilización de los entornos y las comunidades en la gestión de las violencias que provocan sufrimiento psíquico y en la reparación de sus consecuencias; de la urgencia de otros enfoques rigurosamente respetuosos con los derechos humanos y con las narrativas de las personas, basadas en perspectivas de justicia social.
En sus nuevas configuraciones, mis formas de pensar y encarnar los cambios reflejaban la influencia del potencial de la dimensión política y de la politización de malestar psíquico. Y también el resultado de haber comprendido la necesidad de concebir la tarea concreta de gestión de los malestares psíquicos, en sí y de forma irrenunciable, como motor mismo de transformación social, que implique el compromiso activo de las partes, convertidas a su vez en agentes de cambio, hacia entornos y comunidades más justas y más saludables.
Bajo estos aporismos, toda solución, aun basada en presupuestos de orden no biologicista, en el diálogo, en la relación y en la palabra, pero que resulte incapaz de materializarse de forma flexible como parte de esos cambios necesarios, o toda “terapia” que pudiera contribuir, con sus intervenciones o por omisión, a perpetuar las causas en las propias raíces del malestar, quedan fuera de consideración.
También aquellas que situando a una sola persona en el epicentro de la problemática y promoviendo como objetivo de la terapia su transformación personal, la cargan de toda responsabilidad en la gestión y el restablecimiento del equilibrio roto. Algo que en innumerables ocasiones termina por dar lugar a procesos de resignación o adaptación a las causas de los males, muchos de ellos producto de situaciones susceptibles de ser modificadas, otros devenidos de injusticias manifiestas o incluso de hechos delictivos. En definitiva, cualquier ayuda que construya diques para los síntomas y el dolor individual, impidiendo transformaciones radicales y colectivas; ayudas que ponen torniquetes para la canalización de los malestares sociales, bloqueando realmente la posibilidad de atajarlos y perpetuándolos. Cabe incluir también aquellos derivados de la propia “relación terapéutica”, cuyos códigos garantizan un orden inalterable por el que se rigen tanto ésta como el “tratamiento”.
Así que, paulatinamente, la psicoterapia termina por revelarse como una pieza de difícil encaje como recurso válido para mí. Opinión sustentada en una abundancia de argumentos concretos, además de estos, los de índole más general que he expuesto y que comparto con muchas de sus voces críticas y una gran parte de mi entorno.
Acerca de mi experiencia, logré tras muchos años poner fin a mi propia psicoterapia psicoanalítica, con sus luces y sus sombras, que de todo hubo, y transformar esta relación ciertamente singular, difícil de romper, que en algún momento dejó de ser una necesidad y representar una alternativa al sufrimiento. En ambas había observado carencias y experimentado limitaciones, o problemáticas de orden secundario, que terminaron por generar en mí una gran ambivalencia e inquietud. Desde entonces nunca he vuelto a pensar en la psicoterapia como una opción deseable, necesaria o útil, más que de forma puntual y ante la inexistencia de otras opciones. Pero seguramente no podría pensar lo mismos ante el desconocimiento de otros enfoques, recursos y alternativas a la psiquiatrización y al afrontamiento de las crisis.
Añadir que, entre relatos de experiencias positivas, muchos, y negativos otros, me son también frecuentes las vivencias compartidas acerca de las relaciones psicoterapéuticas que fueron bien valoradas en su inicio y dejaron de serlo con el acontecer del transcurso de la terapia, o más adelante, tras su abandono o conclusión. Además de otros que hacían notar problemas causados por una profunda dependencia o falta de autonomía respecto a la terapia o a la figura del o la terapeuta. De su idealización, de algunas expectativas frustradas en torno a las posibilidades de la relación, o de dolorosas obsesiones fundadas en los mimbres de eso que se denomina la “relación de transferencia”.
Lo cierto es que personalmente, desde la reflexión y la experiencia, mis dudas han hecho que haya terminado también por distanciarme de quienes se interesan por proponer y estudiar posibles cambios, modificaciones y mejoras para la renovación: simplemente, adaptar la teoría y la practica a los tiempos y al desarrollo de algunas nuevas ideas o conceptualizaciones.
Y creo que algunas de las incógnitas especialmente inquietantes que pueden someterse a análisis para llegar a esta conclusión, parten del resultado de la puesta en juego de las reglas en la relación. La que se establece entre “paciente” y “psicoterapeuta”. Presupuestos algunos insertos en el propio código ético o deontológico y otros no escritos, sino tácitamente asumidos.
Ante el análisis conviene no perder de vista el aserto mayoritariamente asumido por el colectivo de personas psiquiatrizadas, cuando afirma: nos sanan las relaciones de calidad. Y quizá formularse la pregunta de qué resulta determinante en una relación de calidad, en el momento actual y en el contexto de una psicoterapia.
Además, es necesario asumir la realidad constatable de que dentro del ámbito de las relaciones psicoterapéuticas se acumulan también los fracasos o las injusticias, en el ejercicio de una práctica a la que habremos de denominar terapia, logre sus fines terapéuticos o no, y que habrá de ser remunerada, sea o no de ayuda. Dificultades provocadas por efecto de algunas intervenciones, o por causa de la no intervención, pero habitualmente en coherencia con estos acuerdos y convenciones preestablecidas, que ofrecen un marco de legitimidad a cada paso de proceso. Con lo que no estoy refiriéndome a malas praxis, sino a lo que es de rigor de manera formal y encuentra su justificación en “la norma”.
Obstruir la manifestación de la locura sin escucharla en correspondencia con su entorno, tratar de poner remedio a su expresión en forma de crisis, por el medio que sea, impidiendo que éstas tengan lugar, implica de antemano la obtención de visiones sesgadas y pobres acerca de sus posibles causas. Pero lo que es peor, puede terminar favoreciendo al ámbito en que tiene lugar el ejercicio de las distintas violencias de resultado enloquecedor, impidiendo cualquier clase de modificación o reparación. Pero el imperativo de no llevar más allá de las paredes de la consulta la responsabilidad o la implicación, o de no ejercer de terapeutas de personas “conocidas”, constituyen excusas frecuentes para la inacción y la denuncia. Amparándose en argumentos que van desde la debida necesidad de confidencialidad, hasta de salud emocional de la parte profesional, podrían suscitar criticas o provocarían dudas en términos de moralidad o incluso de legalidad acerca de la postura de quien las permite o se convierte en su cómplice.
Pienso finalmente, que el que alguien pueda permanecer en su posición de “terapeuta” de forma inmutable, como testigo mudo del desfile de seres doloridos, sin que esto la lleve a sentirse interpelada, a cuestionar sus privilegios dirimiendo su propia responsabilidad en el malestar social, a verse impelida por el deseo de trascender hacia el otro lado de la puerta levantándose del sillón en pro de la acción y de las prácticas colectivas, uniéndose de forma activa a la reivindicación y a la transformación, no puede ser más que un efecto del adormecimiento al que aboca la práctica de la psicoterapia a la parte profesional. Una indolencia que hoy me resulta de una equidistancia burguesa y decimonónica. Si lo hace como parte de su trabajo, producto de una dinámica que la instala a perpetuidad en la posición de poder y la posesión del saber, y la salvaguarda bajo preceptos de cumplimiento normativo, sirviéndole de sustento, entonces además, se requiere de grandes dosis, bien de inconsciencia, bien de ausencia de responsabilidad y compromiso social, bien de cinismo.
Descubrir muy tempranamente que los espacios de supervisión para profesionales son espacios en los que, llegado el caso, se relatan delitos que no se denuncian, puso la guinda a mi decepción. Más de lo mismo.